"Carta final a Carlota"
(1749-1832)
Las desventuras del joven Werther
Es cosa resuelta, Carlota: quiero morir y te lo participo
sin ninguna exaltación romántica, con la cabeza tranquila, el mismo día en que
te veré por última vez.
Cuando leas estas líneas, mi adorada Carlota yacerán en la
tumba los despojos del desgraciado que en los últimos instantes de su vida no
encuentra placer más dulce que el placer de pensar en ti. He pasado una noche
terrible: con todo, ha sido benéfica, porque ha fijado mi resolución. ¡Quiero
morir!
Al separarme ayer de tu lado, un frío inexplicable se
apoderó de todo mi ser; refluía mi sangre al corazón, y respirando con
angustiosa dificultad pensaba en mi vida, que se consume cerca de ti, sin
alegría, sin esperanza. ¡Ah!, estaba helado de espanto.
Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí de rodillas,
completamente loco. ¡Oh Dios mío!, tú me concediste por última vez el consuelo
de llorar. Pero ¡qué lágrimas tan amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron
tumultuosamente mi espíritu, fundiéndose al fin todos en uno solo, pero firme,
inquebrantable: ¡morir! Con esta resolución me acosté, con esta resolución,
inquebrantable y firme como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es
desesperación, es convencimiento: mi carrera está concluida, y me sacrifico por
ti. Sí, Carlota, ¿por qué te lo he de ocultar? Es preciso que uno de los tres
muera, y quiero ser yo. ¡Oh vida de mi vida! Más de una vez en mi alma
desgarrada ha penetrado un horrible pensamiento: matar a tu marido..., a ti...,
a mí. Sea yo, yo solo; así será.
Cuando al anochecer de algún hermoso día de verano subas a
la montaña, piensa en mí y acuérdate de que he recorrido muchas veces el valle;
mira luego hacia el cementerio, y a los últimos rayos del sol poniente vean tus
ojos cómo el viento azota la hierba de mi sepultura. Estaba tranquilo al comenzar
esta carta, y ahora lloro como un niño. ¡Tanto martirizan estas ideas mi pobre
corazón!
Tú no me esperas; tú crees que voy a obedecerte y a no
volver a tu casa hasta la víspera de la Navidad... ¡Oh Carlota!..., hoy o
nunca. El día de la Nochebuena tendrás este papel en tus manos trémulas y lo
humedecerás con tus preciosas lágrimas. Lo quiero..., es preciso. ¡Oh, qué
contento estoy de mi resolución.
¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer... aquél debió ser el
último momento de mi vida. ¡Oh ángel! Fue la primera vez, si, la primera vez
que una alegría pura y sin límites llenó todo mi ser.
Me ama, me ama... Aún quema mis labios el fuego sagrado que
brotaba de los suyos; todavía inundan mi corazón estas delicias abrasadoras.
¡Perdóname, perdóname! Sabía que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas
aquellas miradas llenas de tu alma; lo sabía desde la primera vez que
estrechaste mi mano. Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto
a tu lado, me asaltaban por doquiera rencorosas dudas.
¿Te acuerdas de las flores que me enviaste el día de aquella
enojosa reunión en que ni pudiste darme la mano ni decirme una sola palabra?
Pasé la mitad de la noche arrodillado ante las flores, porque eran para mí el
sello de tu amor; pero, ¡ay!, estas impresiones se borraron como se borra poco
a poco en el corazón del creyente el sentimiento de la gracia que Dios le
prodiga por medio de símbolos visibles. Todo perece, todo; pero ni la misma
eternidad puede destruir la candente vida que ayer recogí en tus labios y que siento
dentro de mí. ¡Me ama! Mis brazos la han estrechado, mi boca ha temblado, ha
balbuceado palabras de amor sobre su boca. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota, mía
para siempre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo? ¡Tu esposo! No lo es más
que para el mundo, para ese mundo que dice que amarte y querer arrancarte de
los brazos de tu marido para recibirte en los míos es un pecado. ¡Pecado!, sea.
Si lo es, ya lo expío. Ya he saboreado ese pecado en sus delicias, en sus
infinitos éxtasis. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he fortalecido mi
alma. Desde ese momento eres mía, ¡eres mía, oh Carlota! Voy delante de ti; voy
a reunirme con mi padre, que también lo es tuyo, Carlota; me quejaré y me
consolará hasta que tú llegues. Entonces volaré a tu encuentro, te cogeré en
mis brazos y nos uniremos en presencia del Eterno; nos uniremos con un abrazo
que nunca tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí
la verdadera luz. ¡Volveremos a vernos! ¡Veremos a tu madre y le contaré todas
las cuitas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Tu perfecta imageHan pasado por tus
manos; tú misma les has quitado el polvo, tú las has tocado..., y yo las beso
ahora una y mil veces.
¡Angel del cielo, tú favoreces mi resolución! Tú, Carlota,
eres quien me presentas este arma destructora, así recibiré la muerte de quien
yo quería recibirla. ¡Qué bien me he enterado por el criado de los menores
detalles! Temblabas al entregarle estas armas...; pero ni un adiós me envías.
¡Ay de mí!, ni un adiós. ¿Acaso el odio me ha cerrado tu corazón por aquel
instante de embriaguez que me ha unido a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el
transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro de
ello, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te idolatra.
Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y
los bosques. También a ti te doy el último adiós. Tú, madre mía, perdóname.
Consuélala, Guillermo. Dios os colme de bendiciones. Todos mis asuntos quedan
arreglados. Adiós, volveremos a vernos..., y entonces seremos más felices.
Todo duerme en torno mío, y mi alma está tranquila. Te doy
gracias, ¡oh Dios!, por haberme concedido en momento tan supremo resignación
tan grande. Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las
tempestuosas nubes algunos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros
no desapareceréis, astros inmortales! El Eterno os lleva, lo mismo que a mí.
Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación favorita, porque, de noche,
cuando salía de su casa, la tenía siempre delante. ¡Con qué delicia la he
contemplado muchas veces! ¡Cuántas he levantado mis manos hacia ella para
tomarla por testigo de la felicidad de que entonces disfrutaba! ¡Oh Carlota!,
¿qué hay en el mundo que no traiga a mi memoria tu recuerdo? ¿No estás en
cuanto me rodea? ¿No te he robado codicioso como un niño, mil objetos
insignificantes que habías santificado con sólo tocarlos?
Tu retrato, este
retrato querido, te lo doy suplicándote que lo conserves. He estampado en él
mil millones de besos, y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación y
al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, rogándole que proteja
mi cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos
tilos, a cuya sombra deseo reposar. Esto puede hacer tu padre por su amigo, y
tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también. Carlota. No pretendo
que los piadosos cristianos dejen depositar el cuerpo de un desgraciado cerca
de sus cuerpos. Deseo que mi sepultura esté a orillas de un camino o en un
valle solitario, para que, cuando el sacerdote o el levita pasen junto a ella,
eleven sus brazos al cielo, bendiciéndome, y para que el samaritano la riegue
con sus lágrimas. Carlota, no tiemblo al tomar el cáliz terrible y frío que me
dará la embriaguez de la muerte. Tú me lo has presentado, y no vacilo. Así van
a cumplirse todas las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí,
todos.
Sereno y tranquilo voy a llamar a la puerta de bronce del
sepulcro. ¡Ah, si me hubiese cabido en suerte morir sacrificándome por ti! Con
alegría con entusiasmo hubiera abandonado este mundo, seguro de que mi muerte
afianzaba tu reposo y la felicidad de toda tu vida. Pero, ¡ay!, sólo algunos
seres privilegiados logran dar su sangre por los que aman y ofrecerse en
holocausto Para centuplicar los goces de sus preciosas existencias. Carlota,
deseo que me entierren con el traje que tengo puesto, porque tú lo has
bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre. Prohibo que me
registren los bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta color de rosa que
tenías en el pecho el primer da que te vi rodeada de tus niños... ¡Oh!
Abrázalos mil veces y cuéntales el infortunio de su desdichado amigo. ¡Cuánto
los quiero! Aún los veo agruparse en torno mío. ¡Ay, cuánto te he amado desde
el momento en que te vi! Desde ese momento comprendí que llenarías toda mi
vida... Haz que entierren el lazo conmigo... Me lo diste el día de mi
cumpleaños, y lo he conservado como sagrada reliquia. ¡Ah!, nunca sospeché que
aquel principio tan agradable me condujese a este fin. Ten calma, te lo ruego;
no te desesperes... Están cargadas... Oigo las doce... ¡Sea lo que ha de ser!
Carlota..., Carlota... ¡Adiós, adiós!