Don Quijote y su libro
(1547-1616)
El ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha (1615)
Capítulo III-Del ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco
Capítulo III-Del ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco
Pensativo además quedó don
Quijote,
esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba
oír las nuevas de sí mismo puestas en
libro, como había dicho Sancho, y no se
podía persuadir a que tal historia hubiese, pues
aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada
la sangre de los enemigos que había muerto,
y ya querían que anduviesen en estampa sus altas
caballerías. Con todo eso, imaginó que
algún sabio, o ya amigo o enemigo,
por arte de encantamento las habrá
dado a la estampa(...)
Con esto se consoló algún
tanto, pero desconsolóle pensar que su autor era
moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros
no se podía esperar verdad alguna, porque todos
son embelecadores, falsarios y quimeristas.
Temíase no hubiese tratado sus amores con alguna
indecencia que
redundase en menoscabo y perjuicio de la honestidad
de su señora Dulcinea del Toboso; deseaba que
hubiese declarado su fidelidad y el decoro que
siempre la había guardado, menospreciando
reinas, emperatrices y doncellas de todas calidades,
teniendo a raya los ímpetus de los naturales
movimientos; y
así, envuelto y revuelto en estas y otras muchas
imaginaciones, le
hallaron Sancho y Carrasco, a quien don Quijote
recibió con mucha cortesía.
Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no
muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón;
de color macilenta, pero de muy buen entendimiento;
tendría hasta veinte y cuatro años,
carirredondo, de nariz chata y de boca grande,
señales todas de ser de condición maliciosa
y amigo de donaires y de burlas, como lo
mostró en viendo a don Quijote, poniéndose
delante dél de rodillas, diciéndole:
—Déme vuestra grandeza las
manos, señor don Quijote de la Mancha, que por
el hábito de San Pedro que visto, aunque
no tengo otras órdenes que las cuatro primeras, que es
vuestra merced uno de los más famosos caballeros
andantes que ha habido,
ni aun habrá, en toda la redondez de la tierra.
Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de
vuestras grandezas dejó escritas, y rebién
haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir
de arábigo en nuestro vulgar castellano,
para universal entretenimiento de las gentes.
Hízole levantar don Quijote y
dijo:
—Es tan verdad, señor
—dijo Sansón—, que tengo para
mí que el día de hoy están impresos
más de doce mil libros de la tal
historia: si no, dígalo Portugal, Barcelona y
Valencia, donde se han impreso, y aun hay fama que se
está imprimiendo en Amberes; y a mí se me
trasluce que no ha de haber nación ni lengua
donde no se traduzca
—Una de las cosas —dijo a
esta sazón don Quijote— que más debe
de dar contento a un hombre virtuoso y eminente es
verse, viviendo, andar
con buen nombre por las lenguas de las gentes,
impreso y en estampa. Dije con buen nombre, porque,
siendo al contrario, ninguna muerte se le
igualará.
—Si por buena fama y si por buen nombre va
—dijo el bachiller—, solo vuestra merced
lleva la palma a todos los caballeros andantes; porque
el moro en su lengua y el cristiano en la suya
tuvieron cuidado de pintarnos muy al vivo la
gallardía de vuestra merced, el
ánimo grande en acometer los peligros, la
paciencia en las adversidades y el sufrimiento
así en las desgracias como en las heridas, la
honestidad y continencia en los amores tan
platónicos de vuestra merced y de mi señora
doña Dulcinea del Toboso.(...)
—No, por cierto
—respondió don Quijote—, pero
dígame vuestra merced, señor bachiller:
¿qué hazañas mías son las que
más se ponderan en esa historia?
—En eso —respondió el
bachiller— hay diferentes opiniones, como hay
diferentes gustos: unos se atienen a la aventura de
los molinos de viento, que a vuestra merced le
parecieron Briareos y gigantes; otros,
a la de los batanes; este, a la descripción de
los dos ejércitos, que después parecieron
ser dos manadas de carneros; aquel encarece la del
muerto que llevaban a enterrar a Segovia; uno dice
que a todas se aventaja la de la libertad de los
galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos
gigantes benitos, con la pendencia del valeroso
vizcaíno.
—Dígame, señor
bachiller —dijo a esta sazón
Sancho—: ¿entra ahí la aventura de
los yangüeses, cuando
a nuestro buen Rocinante se le antojó pedir
cotufas en el golfo?
—No se le quedó nada —respondió
Sansón— al sabio en el tintero: todo lo
dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que
el buen Sancho hizo en la manta.
—En la manta no hice yo cabriolas
—respondió Sancho—; en el aire,
sí, y aun más de las que yo quisiera.
—A lo que yo imagino —dijo
don Quijote—, no hay historia humana en el
mundo que no tenga sus altibajos, especialmente las
que tratan de caballerías, las cuales nunca
pueden estar llenas de prósperos sucesos.
—Con todo eso
—respondió el bachiller—, dicen
algunos que han leído la historia que se
holgaran se les hubiera olvidado a los autores della
algunos de los infinitos palos que en diferentes
encuentros dieron al señor don Quijote.
—Ahí entra la verdad de la
historia —dijo Sancho.
—También pudieran callarlos
por equidad —dijo don Quijote—, pues las
acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la
historia no hay para qué escribirlas, si han de
redundar en menosprecio del señor de la historia. A fe
que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta,
ni tan prudente Ulises como le describe Homero.
—Así es —replicó
Sansón—, pero uno es escribir como poeta,
y otro como historiador: el poeta puede contar o
cantar las cosas, no como fueron, sino como
debían ser; y el historiador las ha de escribir,
no como debían ser, sino como fueron, sin
añadir ni quitar a la verdad cosa alguna.
—Pues si es que se anda a decir verdades ese
señor moro —dijo Sancho—, a buen
seguro que entre los palos de mi señor se hallen
los míos, porque nunca a su merced le tomaron la
medida de las espaldas que no me la tomasen a mí
de todo el cuerpo; pero no
hay de qué maravillarme, pues, como dice el
mismo señor mío, del dolor de la cabeza han
de participar los miembros.
—Socarrón sois, Sancho
—respondió don Quijote—. A fe que
no os falta memoria cuando vos queréis
tenerla.
—Cuando yo quisiese olvidarme de
los garrotazos que me han dado —dijo
Sancho—, no lo consentirán
los cardenales, que aún se están frescos en
las costillas.
—Callad, Sancho —dijo don
Quijote—, y no interrumpáis al señor
bachiller, a quien suplico pase adelante en decirme
lo que se dice de mí en la referida
historia.
—Y de mí —dijo
Sancho—, que también dicen que soy yo uno
de los principales presonajes della.
—Personajes, que no
presonajes, Sancho amigo —dijo
Sansón.
—¿Otro reprochador de
voquibles tenemos?
—dijo Sancho—. Pues ándense a eso y
no acabaremos en toda la vida.
—Mala me la dé Dios, Sancho
—respondió el bachiller—, si no sois
vos la segunda persona de la historia, y que
hay tal que precia más oíros hablar a vos
que al más pintado de toda ella, puesto que
también hay quien diga que anduvistes
demasiadamente de crédulo en creer
que podía ser verdad el gobierno de aquella
ínsula ofrecida por el señor don Quijote,
que está presente.
—Aún hay sol en las bardas
—dijo don Quijote—, y mientras más
fuere entrando en edad Sancho, con la esperiencia que
dan los años, estará más idóneo y
más hábil para ser gobernador que no
está agora.
—Por Dios, señor —dijo
Sancho—, la islaque yo no gobernase con los años que tengo no la
gobernaré con los años de Matusalén. El
daño está en que la dicha ínsula se
entretiene, no
sé dónde, y no en faltarme a mí el
caletre para gobernarla.
—Encomendadlo a Dios, Sancho
—dijo don Quijote—, que todo se hará
bien, y quizá mejor de lo que vos pensáis,
que no se mueve la hoja en el árbol sin la
voluntad de Dios.
—Así es verdad —dijo
Sansón—, que, si Dios quiere, no le
faltarán a Sancho mil islas que gobernar, cuanto
más una.
—Gobernador he visto por ahí —dijo Sancho— que a
mi parecer no llegan a la suela de mi zapato, y, con
todo eso, los llaman «señoría», y
se sirven con plata.