Llegada de Don Quijote a la venta, quiero decir, castillo
(1547-1616)
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605)
Capítulo II: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso D.
Quijote
Dióse priesa a caminar, y llegó a [la venta] a tiempo
que anochecía. Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del
partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros, que en la venta aquella
noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba,
veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído,
luego que vió la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro
torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y honda
cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan.
Fuese llegando a la venta (que a él le parecía castillo), y a poco trecho
de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese
entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero
al castillo; pero como vió que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa
por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vió a las
dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas
doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la puerta del castillo se
estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero, que andaba recogiendo
de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdón así se llaman), tocó un
cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a D.
Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida, y
así con extraño contento llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron
venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo
se iban a entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo por su huida su
miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoso rostro,
con gentil talante y voz reposada les dijo:
-Non fuyan las vuestras mercedes,
nin teman desaguisado alguno, ca a la órden de caballería que profeso non toca
ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas, como vuestras
presencias demuestran.
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala
visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de
su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera, que Don Quijote vino
a correrse y a decirles:
-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha
sandez además la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque
os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros.
El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero,
acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante, si a
aquel punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico,
el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales,
como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar
a las doncellas en las muestras de su contento; mas, en efecto, temiendo la
máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le
dijo: si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque
en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo Don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él
el ventero y la venta), respondió: para mí, señor castellano, cualquiera cosa
basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle
parecido de los senos de Castilla, aunque él era andaluz y de los de la playa
de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiante o paje.
Y así le respondió: según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas,
y su dormir siempre velar; y siendo así, bien se puede apear con seguridad
de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año,
cuanto más en una noche. Y diciendo esto, fue a tener del estribo a D. Quijote,
el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel
día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidad
de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo.
Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como Don Quijote decía, ni aun
la mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped
mandaba; al cual estaban desarmando las doncellas (que ya se habían reconciliado
con él), las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás
supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada,
que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse
queitar los nudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera; y así se
quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña
figura que se pudiera pensar; y al desarmarle (como él se imaginaba que aquellas
traídas y llevadas que le desarmaban, eran algunas principales señoras y damas
de aquel castillo), les dijo con mucho donaire:
-Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera D. Quijote
cuando de su aldea vino;
doncellas curaban dél,
princesas de su Rocino.
-O Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y Don Quijote
de la Mancha el mío; que puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas
fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al
propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido causa que sepáis
mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías
me manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo
de serviros. Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no
respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. Cualquiera
yantaría yo, respondió D. Quijote, porque a lo que entiendo me haría mucho
al caso. A dicha acertó a ser viernes aquél día, y no había en toda la venta
sino unas raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía
bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela.
Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro
pescado que darle a comer. Como haya muchas truchuelas, respondió D. Quijote,
podrán servir de una trueba; porque eso se me da que me den ocho reales en
sencillos, que una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas
truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón.
Pero sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se
puede llevar sin el gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa a la puerta
de la venta por el fresco, y trájole el huésped una porción de mal remojado,
y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas. Pero
era materia de grande risa verle comer, porque como tenía puesta la celada
y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos, si otro no
se lo daba y ponía; y así una de aquellas señoras sería de este menester; mas
el darle de beber no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una
caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro, le iba echando el vino.
Y todo esto lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la
celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como
llegó sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar
Don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música,
y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y el ventero
castellano del castillo; y con esto daba por bien empleada su determinación
y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por
parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir
la órden de caballería.