Tratado III: La honra
Anónimo
Lazarillo de Tormes (1554)
De esta manera
estuvimos ocho o diez días, yéndose el pecador en la mañana con
aquel contento y paso contado a papar aire por las calles, teniendo
en el pobre Lázaro una cabeza de lobo.
Contemplaba yo muchas veces mi desastre,
que, escapando de los amos ruines que había tenido y buscando
mejoría, viniese a topar con quien no sólo no me mantuviese, mas a
quien yo había de mantener. Con todo, le quería bien, con ver que no
tenía ni podía más, y antes le había lástima que enemistad. Y muchas
veces, por llevar a la posada con que él lo pasase, yo lo pasaba
mal. Porque una mañana, levantándose el triste en camisa, subió a lo
alto de la casa a hacer sus menesteres y, en tanto yo, por salir de
sospecha, desenvolvíle el jubón y las calzas, que a la cabecera
dejó, y hallé una bolsilla de terciopelo raso, hecha cien dobleces y
sin maldita la blanca ni señal que la hubiese tenido mucho tiempo.
«Éste -decía yo- es pobre, y nadie da lo
que no tiene; mas el avariento ciego y el malaventurado mezquino
clérigo, que, con dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al
otro de lengua suelta, me mataban de hambre, aquéllos es justo
desamar y aquéste es de haber mancilla».
Dios es testigo que hoy día, cuando topo
con alguno de su hábito con aquel paso y pompa, le he lástima con
pensar si padece lo que aquél le vi sufrir; al cual, con toda su
pobreza, holgaría de servir más que a los otros, por lo que he
dicho. Sólo tenía de él un poco de descontento: que quisiera yo que
no tuviera tanta presunción; mas que abajara un poco su fantasía con
lo mucho que subía su necesidad. Mas, según me parece, es regla ya
entre ellos usada y guardada: aunque no haya cornado de trueco ha de
andar el birrete en su lugar. El Señor lo remedie, que ya con este
mal han de morir.
Pues, estando yo en tal estado, pasando la
vida que digo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme no era
satisfecha, que en aquella trabajada y vergonzosa vivienda no
durase. Y fue, como el año en esta tierra fuese estéril de pan,
acordaron el Ayuntamiento que todos los pobres extranjeros se fuesen
de la ciudad, con pregón que el que de allí adelante topasen fuese
punido con azotes. Y así, ejecutando la ley, desde a cuatro días que
el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres azotando por las
Cuatro Calles. Lo cual me puso tan gran espanto que nunca osé
desmandarme a demandar.
Aquí viera, quien vello pudiera, la abstinencia de mi casa y la tristeza y
silencio de los moradores, tanto que nos acaeció estar dos o tres días sin
comer bocado, ni hablaba palabra. A mí diéronme la vida unas mujercillas
hilanderas de algodón, que hacían bonetes y vivían par de nosotros, con las
cuales yo tuve vecindad y conocimiento; que de la laceria que les traían me
daban alguna cosilla, con la cual muy pasado me pasaba.
Y no tenía tanta lástima de mí como del lastimado de mi amo, que en ocho
días maldito el bocado que comió. A lo menos, en casa bien lo estuvimos sin
comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comía. ¡Y velle venir a mediodía
la calle abajo con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta! Y
por lo que toca a su negra que dicen honra, tomaba una paja de las que aun
asaz no había en casa, y salía a la puerta escarbando los dientes que nada
entre sí tenían,