El Domine Cabra
(1580-1645)
El Buscón (1626)
Entramos, primero domingo después de Cuaresma, en poder de la
hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento. Él
era un clérigo cerbatana, largo
sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo; no
hay más que decir para quien sabe el refrán que dice:
"ni gato ni perro de aquella color"; los ojos avecindados
en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan
hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes;
la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de
unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan
dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura
hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes,
le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes
y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como
de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar
de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un
manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo parecía
tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy
espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como
tablillas de San Lázaro. La habla ética; la barba grande,
que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que
era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que
antes se dejaría matar que tal permitiese. Cortábale los
cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días
de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa
que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según
decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué
color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por
de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde
cerca parecía negra y desde lejos entre azul. Llevábala
sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía,
con esto y los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo
de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues
¿su aposento? Aun arañas no había en él.
Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que
guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre
de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre
y protomiseria.