Las tres señoritas
(1926-)
El polizón del Ulises (1965)
La historia que voy a contar arranca de cierta noche de mayo, en
casa de las tres señoritas. Ocurrió hace tiempo, pero la verdad es
que lo mismo pudo ocurrir hace cien años, que dentro de otros cien,
que ayer, o que hoy. Porque esta es solo la historia de un muchachito
que, un buen día, creció.
Pues bien, cierta noche de mayo, de cualquier año, de cualquier
país, llamaron con tres fuertes aldabonazos a la puerta de las tres
señoritas.
Las tres señoritas se llamaban Etelvina, Leocadia y Manuelita.
Las tres eran hermanas, huérfanas de un rico terrateniente, y
solteras. Ninguna de las tres se casó, porque:
Etelvina: Despreciaba a los hombres del contorno, y nunca salió
del contorno. Por tanto, llegó a los cuarenta y siete años —la
noche de mayo en que empieza esta historia cumplía esa edad—
soltera y orgullosa, sin otro amor que la lectura de la «Historia
del Gran Imperio Romano». Esta hermosa historia constaba de doce
volúmenes, encuadernados en piel roja y oro, y perteneció al Gran
Bisabuelo de las tres señoritas, rico terrateniente también (como
su padre y el padre de su padre). La lectura y el estudio de esta
historia la habían empujado a escribir ella misma otra «Nueva
Historia de la Grandeza del Gran Imperio», y entre lecturas y
escritos, pasó la mayor parte de su vida. Así continuaba.
Empezó a leer a los ocho años, y aún seguía. A los veinticinco
comenzó a escribir la suya propia, y aún seguía. Esto explicaba,
en parte, que, tras conocer al dedillo la vida, hazañas y grandeza
de los emperadores romanos, los hombres del contorno, que solo
entendían de hortalizas, caballos, piensos y cacerías, no la
entusiasmaran en absoluto. Todo lo contrario, la aburrían
soberanamente.
Leocadia: Contaba ya muy maduros cuarenta años. Esta señorita no
despreciaba en absoluto a los hombres del contorno, y tenía una idea
muy vaga de los emperadores romanos. Pero era muy romántica,
refinada y sentimental. Tocaba el piano con verdadero arte, y oírla
era, según la cocinera Rufa, capaz de arrancar lágrimas a las
piedras. Ella soñaba, desde los quince años, con un extraño hombre
de rizos rubios y ademanes suaves, y claro está, si a los hombres
del contorno no los despreciaba, los temía. Aborrecía el humo del
tabaco, la caza, las botazas de clavos y el lenguaje grosero. A su
vez, intimidaba a los pobres solteros que se le acercaron: era tan
exquisita que, ante ella, los pobres no sabían cómo moverse, y se
azaraban, derramaban las copas, rompían sillas o pisaban el rabo de
los gatos. Acababan huyendo de ella como del diablo, para sentirse
cómodos, vociferando y echando la ceniza de sus cigarros donde les
viniera en gana. Esta señorita cocinaba muy bien, sabía hacer ricos
pasteles y confituras, y se ocupó de plantar un bello jardín en un
rinconcito del huerto (después de suplicar mucho a la señorita
Manuelita, que solo estaba contenta donde veía cebollas, coliflores
y tomates). La señorita Leocadia cultivó rosas, geranios,
risantemos, donjuanes de noche y girasoles. Era rubia, de ojos
azules, y tenía unas manos muy bonitas, de lo que estaba muy
envanecida.
Y, por último:
Manuelita: Tenía treinta y siete años, y estaba tan ocupada
llevando la administración y explotación de la finca, la dirección
de la finca y el cuidado de la finca (cosa que ninguna de sus
hermanas hacía), que, francamente, no tuvo nunca tiempo ni ganas de
pensar en novios. Todos los días recorría las tierras a caballo, vigilaba de cerca la siembra,
siega, recolección, riegos, ventas y ganancias. Era trabajadora y
fuerte como un hombre.
Una vez, un rico hacendado la pidió en matrimonio, y ella le
contestó: «Ahora no tengo tiempo, después de la siega ya le
contestaré». Pasó el tiempo de la siega, el de la siembra, el de
la vendimia, el de las cerezas, el de las manzanas,el de las nueces.
Siegas, siembras y recolecciones se sucedieron y, cuando un día, su
hermana Leocadia le recordó que debía dar una contestación a su
pretendiente, resultó que él se cansó de esperar, se había casado
y ya tenía tres hijos.
Esto pareció aliviar a la señorita Manuelita, que dijo:
—La verdad es que con todo este ajetreo, a buena hora iba a
perder mi tiempo en bodorrios.
Y así, ninguna de ellas, como dije, se casó. Lo que no impedía
que vivieran muy tranquilas y felices, en la gran casa, con su prado,
su chopera, su huerta, sus viñas y todas sus grandes y hermosas
tierras. Un bello río circundaba la finca, profundo y verde,
bordeado de chopos ancianos, álamos y robles. Y más allá, en la
ladera de las montañas, se alzaba el misterioso bosque.