"Los amantes de Teruel": la leyenda
Adaptada de la página "Teruel Tirwal"
En el siglo
XIII, en un edificio a mitad de lo que hoy es la calle de los
Amantes, vivía don Martín de Marcilla, con su mujer y sus tres
hijos: don Sancho, don Diego y don Pedro. La familia Marcilla era muy
importante en el Teruel de aquel entonces, pues el propio don Martín
de Marcilla fue Juez de Teruel durante los años 1192 y 1193. Poseían
una gran hacienda, pero en 1208 quedó empobrecida a causa de una
terrible plaga de langosta que asoló la comarca.
Muy próxima
a la casa de los Marcilla vivía la familia de don Pedro de Segura,
que aunque de menos linaje y nobleza que los Marcilla, había
prosperado más por su dedicación al comercio, llegando a ser una de
las familias más ricas de Teruel. El matrimonio Segura tenía una
hermosa hija, Isabel de Segura, con la que Diego de Marcilla jugó
desde niño y entabló una gran amistad durante su adolescencia. Con
el transcurso del tiempo y casi sin darse cuenta, los juegos y la
amistad se fueron transformando en amor. Y por fin llegó el día en
que Diego, sintiéndose plenamente enamorado de Isabel, le declaró
su amor y su ardiente deseo de tenerla por compañera para toda su
vida. Isabel, que compartía tales sentimientos, aceptó la
proposición y ambos comenzaron a imaginar planes maravillosos sin
que nada se interpusiera en su camino, por el momento.
Así,
enamorados, y de mutuo acuerdo, llegó el momento en que Diego,
confiado y esperanzado, consideró necesario proponer sus
pretensiones al padre de Isabel. Don Pedro, sopesando las ventajas e
inconvenientes de tal enlace, y comprendiendo que económicamente no
le beneficiaba la alianza de su hija con el segundón de los
Marcilla, se negó rotundamente, anteponiendo la riqueza y el interés
material al amor desinteresado, puro y limpio.
El duro
golpe y el menosprecio recibido por Diego truncó todas sus alegrías
y esperanzas, pasando de la felicidad más pura a la desesperación
extremada. Comprendiendo que el único camino que había para
conseguir a su amada era enriquecerse, decidió partir en busca de
riquezas, luchando en la guerra contra el infiel. Y así se lo hizo
saber a Isabel: “Volveré un día a Teruel cargado de gloria para
conseguir tu mano, o bien moriré como buen vasallo en la lucha”.
Llegado el
momento de partir, Isabel, con gran amargura, le confesó sus miedos
al peligro, la soledad, la tristeza y a la ausencia de noticias de
él. Comprendiendo Diego que el sacrificio de su amada era injusto si
él moría en el campo de batalla, propuso establecer un plazo de
espera durante el cual se guardarían ambos fidelidad mutua. De mutuo
acuerdo fijaron un plazo de cinco años, agotados los cuales Isabel
quedaba libre, para que de esta manera no agotase su vida
estérilmente.
La despedida
debió ser enternecedora, y sucedió en la primavera del año 1212,
año en que Diego de Marcilla se dirigió a Zaragoza para unirse al
ejército del rey de Aragón don Pedro II y comenzar así su
calvario.
Entre tanto,
triste y sola, se quedaba Isabel en Teruel, oteando día tras día
los lejanos horizontes, esperando. Los días fueron pasando, las
esperanzas se perdían e Isabel se desvanecía cual flor marchita; ni
siquiera los regalos de su padre para levantarle el ánimo le
alegraban el espíritu. Y bien que se preocupaba por saber de Diego
mediante las gentes venidas de Castilla, a las cuales escuchaba con
ansiedad sus relatos, pero era inútil, pues nadie sabía darle razón
de él. Imaginando lo peor, ya no preguntaba a combatientes
regresados ni a viajeros y mercaderes: sólo rezaba por él en Santa
María de Mediavilla, San Pedro o el Salvador.
Así
transcurrieron los días y los años, hasta que un día su padre tomó
la determinación de obligarla a aceptar los galanteos de un
turolense rico e ilustre muy del agrado del padre: don Pedro de
Azagra. Isabel daba largas al asunto, pero su padre insistía cada
vez más en el enlace matrimonial. Habían pasado ya cuatro años y
tal era la insistencia del padre, que Isabel aceptó el deseo
paterno, pero con la condición de que lo cumpliría tras agotarse el
plazo de espera que había pactado con Diego.
Por fin
llegó la boda, que se celebró el mismo día en que se cumplían los
cinco años, y justo el día en que Diego regresaba victorioso y
habiendo conseguido la fortuna deseada. Era ya pasada la media tarde
cuando Diego, montado a caballo, subía a galope tendido por la
cuesta de la Andaquilla. Cruzó el portal de Daroca y se dirigió a
casa de los Segura con intención de ver a su amada.
Al llegar a
la puerta no salía de su asombro al ver tanta gente y semejante
jolgorio. Acercándose a un grupo de jóvenes, preguntó por la causa
de tal regocijo. Los jóvenes le informaron que se trataba de la boda
de la hija de Don Pedro de Segura. Amargura, dolor, rabia y pena es
lo que sintió en aquel momento, y, aunque resentido ante tal
ingratitud, tomó la determinación de entrar para entrevistarse con
Isabel y comprobar que efectivamente era cierta la noticia que
acababa de recibir.
Se adentró
en salas y estancias hasta encontrar a su amada. Ella, al
reconocerle, lo miró, y tras leer en su mirada la acusación y el
reproche, cayó desvanecida. Ya recuperada, pidió permiso a los
presentes para retirarse a solas por unos momentos. Él la siguió
disimuladamente hasta la alcoba nupcial y allí intercambiaron mutuos
reproches. Diego le prometió marcharse para siempre de Teruel; a
cambio lo único que le pidió fue un beso de despedida. Pero fue un
beso que Isabel, fiel a su matrimonio, le negó por tres veces. Ante
tal crueldad, Diego cayó muerto a los pies de Isabel.
Aterrorizada
y sobrecogida ante aquella muerte repentina, quedó inmóvil sin
saber qué hacer. Al momento reaccionó, se acercó a Diego e intentó
reanimarlo, pensando que bien podía tratarse de un desvanecimiento,
pero fue inútil: Diego acababa de morir.
Dada la
tardanza de Isabel, su marido fue a buscarla. Al entrar en la
estancia, quedó atónito al ver el cadáver. Al reconocer el
difunto, consideró que no era conveniente que los invitados se
percatasen del suceso, así que organizó su plan: cuando los
invitados ya se habían marchado y la quietud y las sombras de la
noche invadían la villa, tomó el cuerpo de Diego, lo sacó de casa
de los Segura y lo dejó abandonado en un callejón cerca de la casa
de los Marcilla, cual si de un invitado poseído por el alcohol se
tratase.
Al amanecer
el nuevo día, don Martín de Marcilla volvía a ver a su hijo tras
cinco años de ausencia, pero… sin vida. Amargo momento para unos
padres que después de cinco años de espera tenían que recibir la
visita de su hijo en cuerpo inerte.
En casa de
los Segura nadie daba crédito a lo sucedido, pues bien se encargaron
Isabel y su marido de guardar silencio. Mientras tanto, Teruel,
vestido de luto, acudía a casa de los Marcilla para expresar su
condolencia. Don Martín resolvió celebrar los funerales de su hijo
en la iglesia de San Pedro, y allí, sobre un catafalco, y sin
cubrir, fue depositado el cuerpo de Diego.
Isabel,
presa de los remordimientos y agobiada por la angustia, tomó un
manto, cubrió su rostro para no ser reconocida y se sumó a la
comitiva. Al llegar a la iglesia, tras clavar la mirada en el cadáver
de su amado, atravesó la nave y, deseosa de reparar el mal causado,
se dispuso a dar a Diego el beso que le negó en vida. Arrojándose
sobre el cadáver, unió su boca a la de su amado, proporcionándole
un beso intenso. Este fue su primer y último beso, pues con él
dejaba en ese mismo momento su último aliento vital y moría,
quedando así unida para siempre al hombre a quien tanto había amado
y a quien no había podido unirse en vida. Las personas más próximas
intentaron apartarla creyéndola desmayada sobre el difunto, pero fue
inútil, y mayor fue la sorpresa al comprobar que se trataba de
Isabel de Segura.
Por
indicación expresa de algún pariente respetado, se acordó
enterrarlos juntos en la misma sepultura. Y así se hizo, se les dio
sepultura en la capilla de San Cosme y San Damián de la Iglesia de
San Pedro, donde en 1555 fueron halladas sus momias junto con un
documento que atestiguaba el suceso.
Y esta es la
historia de los Amantes de Teruel. Sus momias podemos visitarlas
todavía en el " Nuevo Mausoleo de Los Amantes", un
edificio totalmente nuevo ubicado al lado mismo de la iglesia de San
Pedro, en Teruel.
La leyenda
de LOS AMANTES DE TERUEL ha sido reescrita más de 20 veces por
plumas tan prestigiosas como la de Tirso de Molina, que la han
llevado a la poesía, a la novela y al teatro. Fue adaptada al teatro
por Rey de Artieda (1584), vertida en poema por Jerónimo de Huerta
(1588) y en epopeya trágica por Juan Yagüe de Salas (1616), e
inspiró la obra homónima de Juan Pérez de Montalbán(1638). La
versión más célebre es el drama histórico de Juan Eugenio
Hartzenbusch, escrita en 1836 y estrenada en 1837. El maestro Tomás
Bretón inspirándose en la obra de Harzenbush la elevó a la
dignidad de la ópera.
Cada año, y
en honor a los Amantes, se conmemora en la ciudad la fiesta de las
Bodas de Isabel de Segura o fiesta de Los Amantes durante el tercer
fin de semana de febrero. Durante todo el fin de semana se
representan en las calles historias y leyendas medievales, la
principal es la que se refiere a Los Amantes de Teruel la cual se
escenifica de jueves a domingo. Muchos turolenses participan en ella
vistiéndose al estilo medieval y la ciudad adquiere un ambiente
propio de aquella época, digno de visitar.