"Nochebuena de 1836" (fragmentos)
(1809-1837)
Yo y mi criado. Delirio
filosófico
El
número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo diría que
en día 24 nací. Doce veces al año amanece sin
embargo un día 24; soy supersticioso, porque el corazón
del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra
verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes,
los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a
sus Gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer que no
puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23 es
siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a
imitación de aquel jefe de policía ruso que mandaba tener
prontas las bombas las vísperas de incendios, así yo
desde el 23 me prevengo para el siguiente día de sufrimiento y
resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por
no romperle, ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer
porque no me diga que sí, pues en punto a amores tengo otra
superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre
le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la
cree es un tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a
quien la mujer dice «no quiero», porque ése a lo
menos oye la verdad!
El
último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la
muestra de mi péndola, y consecuente en mis principios
supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin
poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la
noche, más largas para el triste desvelado que una guerra
civil; hasta que por fin la mañana vino con paso de
intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de
púrpura y rosa las cortinas de mi estancia.
El
día anterior había sido hermoso, y no sé por
qué me daba el corazón que el día 24 había de
ser «día de agua». Fue peor todavía:
amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba
muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.
Resuelto a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte
este mes, incliné la frente, cargada como el cielo de nubes
frías, apoyé los codos en mi mesa y paré tal que
cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en
tiempo de libertad de imprenta, o me hubiera tenido por miliciano
nacional citado para un ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la
multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no
acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que
sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en
los cementerios que no aguardan más que el cadáver;
comparación exacta, porque en cada artículo entierro una
esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los
cristales de mi balcón; veíalos empañados y como
llorosos por dentro; los vapores condensados se deslizaban a manera
de lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se
empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del
mundo condensa las penas en el interior del hombre, así caen
gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de
fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven
sólo los rostros los ven alegres y serenos...(...)
Tercié la capa, calé el sombrero y en la calle.
(...)
Ciérranse las
puertas, ábrense las cocinas. Dos horas, tres horas, y yo
rondo de calle en calle a merced de mis pensamientos. La luz que
ilumina los banquetes viene a herir mis ojos por las rendijas de
los balcones; el ruido de los panderos y de la bacanal que
estremece los pisos y las vidrieras se abre paso hasta mis sentidos
y entra en ellos como cuña a mano, rompiendo y
desbaratando.
Las
doce van a dar: las campanas que ha dejado la junta de
enajenación en el aire, y que en estar en el aire se parecen a
todas nuestras cosas, citan a los cristianos al oficio divino.
¿Qué es esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha
ocurrido en él más contratiempo que mi mal humor de todos
los días? Pero mi criado me espera en mi casa como espera la
cuba al catador, llena de vino; mis artículos hechos moneda,
mi moneda hecha mosto se ha apoderado del imbécil como
imaginé, y el asturiano ya no es hombre; es todo verdad.(...)
La Providencia, que se vale para
humillar a los soberbios de los instrumentos más humildes, me
reservaba en él mi mal rato del día 24. La verdad me
esperaba en él y era preciso oírla de sus labios impuros.
La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino
al través del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé
en reconocer su estado.
–Aparta, imbécil –exclamé empujando
suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus columpios se
venía sobre mí–. ¡Oiga! Está ebrio.
¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!
Me
entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me
siguió con un rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los
dos, su aliento desigual y sus movimientos violentos apagaron la
luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme
cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a
oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro,
aquélla en figura de hombre beodo arrimada a los pies de mi
cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscando inútilmente
un fósforo que nos iluminase.
Dos
ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí;
no sé por qué misterio mi criado encontró entonces,
y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó;
misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas
hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo
hablar a mi criado? (...) Una voz
salió de [él], y entre ella y la mía se
estableció el siguiente diálogo:
–Lástima –dijo la voz, repitiendo mi piadosa
exclamación–. ¿Y por qué me has de tener
lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.
–¿Tú a mí? –pregunté sobrecogido ya
por un terror supersticioso; y es que la voz empezaba a decir
verdad.
–Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy
más alegre que suelo. ¿Por qué ese color
pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que
ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué
esa distracción constante y esas palabras vagas e
interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos
errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te
revuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su
remordimiento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima?
¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces
criminal; la justicia no te prende al menos; verdad es que la
justicia no prende sino a los pequeños criminales, a los que
roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los
que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer
casada o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la
mano, a los que matan una existencia con una palabra dicha al
oído, con una carta cerrada, a esos ni los llama la sociedad
criminales, ni la justicia los prende, porque la víctima no
arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente
consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha
propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por
una infiel, por un ingrato, por un calumniador! Los entierran;
dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la
entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e
hirió el corazón. Tú acaso eres de esos criminales y
hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante y esa media de
seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto son tus
armas maldecidas.
–Silencio, hombre borracho.
–No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro
que a fuer de elegante has ganado en tu sarao y que vuelcas con
indiferencia sobre tu tocador es el precio del honor de una
familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo
embustero que va a separar de ti para siempre la mujer que
adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o de su
perfidia. Más de uno te he visto morder y despedazar con tus
uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono cede el
paso a la pasión y a la sociedad.
»Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para
eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra
en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me
espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y
escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor
propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la
envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de gracioso,
harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no
quieres tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a
otro partido; a cada vencimiento es una humillación, o compras
la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres
tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia?
¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a
cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo como paga a los
demás que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado, y el
día que te apoderes del látigo azotarás como te han
azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de
carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión,
apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la
sed de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás acaso a
aquellos para quienes escribes y reclamas con el incensario en la
mano su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos
adulado; y eres también despedazado por el temor, y no sabes
si mañana irás a coger tus laureles a las Baleares o a un
calabozo.
–¡Basta, basta!
–Concluyo; yo en fin no tengo necesidades; tú, a pesar
de tus riquezas, acaso tendrás que someterte mañana a un
usurero para un capricho innecesario, porque vosotros tragáis
oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un
tósigo. Tú lees día y noche buscando la verdad en
los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita.
Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento
turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella,
quema. Cuando yo necesito de mujeres echo mano de mi salario y las
encuentro, fieles por más de un cuarto de hora; tú echas
mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la
primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le
entregas ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a
cualquiera por su linda cara, y crees porque quieres; y si
mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al
depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.
–Por piedad, déjame, voz del infierno.
–Concluyo: inventas palabras y haces de ellas sentimientos,
ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política,
gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres
que son palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano
come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no
es desgraciado, no es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni
elegante, ni literato ni enamorado. Ten lástima ahora del
pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo.
Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad;
pero tú lo estás de deseos y de impotencia...!
Un
ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del
esfuerzo, había caído al suelo; el órgano de la
Providencia había callado, y el asturiano roncaba.
«¡Ahora te conozco –exclamé– día
24!»
Una
lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba
mi mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado
yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El
primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con
delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía
«mañana». ¿Llegará ese
«mañana» fatídico? ¿Qué encerraba la
caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo,
a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando
noche buena.