La casa de los Centeno
Marianela (1879)
Menudeando el paso y saltando sobre los
obstáculos que hallaba en su camino, la Nela se dirigió a la casa que está
detrás de los talleres de maquinaria y junto a las cuadras donde rumiaban
pausada y gravemente las sesenta mulas del establecimiento. Era la morada del
señor Centeno de moderna construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda.
Baja de techo, pequeña para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno,
a los cuatro hijos de los esposos Centeno, al gato de los esposos Centeno, y
por añadidura, a la Nela, la casa, no obstante, figuraba en los planos de
vitela de aquel gran establecimiento ostentando orgullosa, como otras muchas,
este letrero: Vivienda de capataces.
En lo interior el edificio servía para
probar prácticamente un aforismo que ya conocemos, por haberlo visto enunciado
por la misma Marianela; es, a saber, que ella, Marianela, no servía más que de
estorbo. En efecto; allí había sitio para todo: para los esposos Centeno; para
las herramientas de sus hijos; para mil cachivaches de cuya utilidad no hay
pruebas inconcusas; para el gato; para el plato en que comía el gato: para la
guitarra de Tanasio; para los materiales que el mismo empleaba en componer
garrotes (cestas); para media docena de colleras viejas de mulas; para la jaula
del mirlo; para los dos peroles inútiles; para un altar en que la de Centeno
ponía a la Divinidad ofrenda de flores de trapo y unas velas seculares,
colonizadas por las moscas; para todo absolutamente menos para la hija de la
Canela. Frecuentemente se oía:
- ¡Que no he de dar un paso sin
tropezar con esta condenada de Nela! ...
También se oía esto:
- Vete a tu rincón ... ¡Qué criatura!
Ni hace ni deja hacer a los demás.
La
casa constaba de tres piezas y un desván. Era la primera, además de corredor y
sala, alcoba de los Centenos mayores. En la segunda dormían las dos señoritas,
que eran ya mujeres, y se llamaban la Mariuca y la Pepina. Tanasio, el
primogénito, se agasajaba en el desván, y Celipín, que era el más pequeño de la
familia y frisaba en los doce años, tenía su dormitorio en la cocina, la pieza
más interna, más remota, más crepuscular, más ahumada y más inhabitable de las
tres que componían la morada centenil.
La Nela, durante los largos años de su
residencia allí, había ocupado distintos rincones, pasando de uno a otro
conforme lo exigía la instalación de mil objetos que no servían sino para robar
a los seres vivos su último pedazo de suelo habitable. En cierta ocasión (no
conocemos la fecha con exactitud), Tanasio, que era tan imposibilitado de
piernas como de ingenio, y se había dedicado a la construcción de grandes
cestas de avellano, puso en la cocina, formando pila, hasta media docena de
aquellos ventrudos ejemplares de su industria. Entonces la de la Canela volvió
tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde albergarse; pero la
misma contrariedad le sugirió repentina y felicísima idea, que al instante puso
en ejecución. Se metió bonitamente en una cesta, y así pasó la noche en fácil y
tranquilo sueño. Indudablemente aquello era bueno y cómodo: cuando tenía frío
se tapaba con otra cesta. Desde entonces, siempre que había garrotes grandes,
no careció de estuche en que encerrarse. Por eso decían en la casa:
-
Duerme como una alhaja.