"El Magistral"
(1852-1901)
La Regenta
Uno de los recreos solitarios de don
Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto
buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos
los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las
había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a
vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las
aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o
a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la
provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los
que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el
Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés.
Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba
vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo
más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra,
columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran
juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un
milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por
el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu
altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus
mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta
pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la
catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según
le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había
mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde
los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto
perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro,
por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto
como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la
rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de
la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más?
Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la
iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil
rodando por la mesa. (…) Mientras (…) el Magistral, olvidado de los campaneros,
paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones,
levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella
inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las
pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza
de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa.
Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él
estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por
dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones
de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de
la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo
quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no
aplicaba el escalpelo sino el trinchante.